02 noviembre 2017

Una patadita.


Aquello más que frigorífico era una nevera de hielo que ya cuando entró en casa era antigua de cojones. No tenía esquinas, sus bordes estaban redondeadas, era de tamaño medio y no sé de dónde habría salido, lo que sé es que compartimos muchos años juntos, toda mi infancia.
Aquello no enfriaba, aquello era un glaciar encerrado, enfriaba sin media, tanto que el hielo se escapaba por sus juntas hasta lograr abrir las puertas por lo que cada poco había de desenchufarla y dejarla abierta toda una noche para temperatura ambiente deshiciera  el iceberg.
Aquella nevera era muy graciosamente peculiar. Cuando teníamos visita en casa, sobre todo cuando venían a merendar mis tías que ya por entonces eran muy mayores, mi madre la desenchufaba no sin antes calcular de forma exacta el tiempo para evitar el desparrame de agua por el suelo… Aquella maniobra no era baladí, para nada, aquello estaba más que justificado en defensa de la integridad de las pobres tías, tenían perras pero tampoco era para cargárselas de un infarto…
De vez en cuando, cuando le venía bien, la nevera en cuestión que tenía vida propia, no es que vibrara, no, es que saltaba mientras emitía unas extrañas ventosidades  balanceándose sobre su posición hasta tal punto de temer que cualquier día tomara la puerta y se pirara… pero lo más curioso era el método para pararla… el gesto se familiarizó tanto que lo veíamos de lo más normal, le soltabas una patada y se estaba quietecita, y eso me ha hecho pensar, una patadita y a correr.
Cosas de mi dispersidad.