17 octubre 2015

Escuchando a Fito.

Cuando yo era pequeño, mi maestros (que entonces eran maestros), a mis padres les comieron la cabeza pero bien, le repitieron hasta la saciedad que yo era muy inteligente, que sacaba los exámenes con la gorra mientras me tocaba el entonces incipiente y apenas velloso apéndice e incluso en un alarde de temeridad impropio de un mentor, hasta se atrevieron a asegurar que yo tenía un gran futuro por delante..., menudos adivinos.
A mi padres les engañaron como a chinos. Nadie les avisó que a mi las matemáticas comunes me daban el lógico repelús por inutilidad que aún hoy hacia ellas conservo, de hecho, tengo cincuenta y tantos y a la espera estoy de tener que utilizar una sola vez algún logaritmo neperiano o una triste integral de esas. 
Nadie les avisó que con la física y química me salían zarpullidos que la pobre de mi madre pensaba que eran granos por la aversión que tenía al olor a garbanzos de cada sábado y que aún hoy por cierto conservo en lo más íntimo de mis gustos gastronómicos, tampoco les advirtieron de mi congénita repulsión a lo fútil de lo inútil como por ejemplo la geografía económica o la estadística, asignaturas que provocaban en mi una extraña y diabólica posesión que se manifestaba con súbita somnolencia y hasta narcolepsia infantil, nadie les informó que yo era un chaval raro por entonces al que le gustaba la literatura, el latín y el griego, nadie les informó de que no por mucho estudiar se va a ser más feliz y que lo mejor es que cada uno elija su destino con arreglo a su gusto o vocación así que, pasó lo que tenía que pasar... que una vez mal acabado el asqueroso COU salí corriendo a tal ritmo que... me río yo de Forrest Gump.
Creo que allí mismo, junto al arbolito del Insitituto Santa Clara al que de forma habitual hacía compañía cada día un diferente, seco y solitario excremento canino, quedaron para siempre abandonadas las esperanzas de mis queridos padres. Menos mal que por detrás venía mi hermana para enmendarme la plana con creces, pero creces además... lo que por un lado sirvió para la inevitable, lógica y evidente comparación y por otro para orgullo mío por supuesto. No podía ser de otro modo.
Hay que educar a los padres con aspiraciones, hay que decirles que la cultura se adquiere leyendo y no estudiando, escribiendo y no dictando, viajando, viendo mundo y conociendo gentes, que hay que estudiar menos y aprender más, que hay licenciados con menos cultura que un tapacubos por no distinguir el correcto uso de la uve y la be, que desconocen la diferencia entre ahí, ay y hay, que se pierden entre haber a ver, echar y hechar y ni puta idea tienen de por dónde coño desemboca el Miño, que hay listillos con diplomaturas  a patadas con menos vida que un lagarto en la M-30, que la mitad de ellos no conocen las Rimas, no saben quienes son los Rinconete y Cortadillo, El Buscón, el Lazarillo, Fuenteovejuna o Trafalgar de Pérez Galdós y mariconadas de esas a las que mira por dónde a mí me dio por interesarme, eso si, a tiempo parcial, por gusto y sin obligaciones, exámenes ni requerimiento alguno. De otra forma igual no lo hubiera hecho, bueno es más, seguro que no lo hubiera hecho.
Pasaron los años, muchos años y hoy, casi o sin casi resulta que debo ser el más tontuco de mi cuadrilla, de mis amigos de siempre, de los de verdad, grupo donde el que no se hizo médico acabó como ingeniero y el caso es que... oye,  pues mira, resulta que yo también soy... moderadamente feliz, quizás sea por lo mismo que ellos, por ser lo que quería ser y no hacer lo que querían que hiciera, por lo que sea que no es, no lo sé, no entiendo de verdades a medias, lo que sé es que como dice Fito, "el colegio nunca me enseñó..." y además en la vida la historia se repite y mira por dónde a mí me toca de cerca, muy de cerca.
Ahora pienso en Don Domingo, Don Pantaleón o Don Carlos, les recuerdo con una sonrisa, con cariño, pobrecillos, eran muy buena gente, muy buenos, buenísimos maestros que no acertaron conmigo y que yo... me equivocaría otra vez.
Se me acabó el café, se me ha echado la mañana encima, el tiempo pasa volando y más aún escuchando a Fito. 

08 octubre 2015

Dos alianzas.

Hoy no pensaba pensar, el pensar no es bueno, es más, a veces es tóxico y hasta puede llegar a doler pero, ya de madrugada sentí que hoy algo no estaba en su sitio, algo fallaba,... yo.
Hoy era una mañana de compras, lo de ir de tiendas es una pena accesoria a la condena del matrimonio, yo tengo una especial habilidad para esquivar las tentativas pero hoy no hubo manera, me cortaron la retirada dejándome sin escapatoria y eso que tenía un plan infinitamente más relajado, confortable y placentero pero... Mañana de compras.
Después del mercadeo, sobre las dos y media, tras el vermú y tal... entramos a comer en un conocido restaurante de la capital, un sitio al que solemos ir con cierta asiduidad. 
No había nadie, el comedor estaba vacío, nos sentamos al fondo y al poco de ser atendidos vemos entrar a un  señor mayor al que nada más divisar, por algo que no sé que coño pudo ser me llamó poderosa y extrañamente la atención. Andaba con dificultad, se apoyaba en una muleta y se dirigió directamente a la única mesa del comedor que tenía preparado servicio para un solo comensal, detalle éste que me hizo pensar que esa era su mesa diaria, la mesa del hombre solo.
Le costó Dios y ayuda el poder sentarse, sus maniobras y sobre todo su gesto de dolor evidenciaba problemas de cadera y rodillas. No tuvo que pedir el menú, el propietario del restaurante le trajo comida aparte de la anunciada para hoy, nada más sentarse, con voz cansada por el esfuerzo se dirigió a nosotros con un "muy buenas tardes señores, que les aproveche."
Sabía que no había fallado, lo sabía, sabía que ese hombre de unos 80 años era una persona muy especial al que de forma instintiva y sin poder evitarlo desviaba yo permanentemente mi atención. No apoyaba los brazos en la mesa, se agarraba a ella por ambos costados, en el dedo anular de su mano derecha llevaba dos alianzas, la suya y la de la soledad, la mirada perdida al frente y su gesto, aunque placentero por fuera, terriblemente triste por dentro.
Le trajeron el primer plato, cargaba la cuchara con sumo cuidado, sin prisa, comía despacito, con todo el tiempo del mundo y entre cucharada y cucharada abrazaba de nuevo la mesa, manteniendo la mirada perdida en su mente, en limbo de la nada, mirando a ningún sitio, a la inmensidad de su vacío interior, del comer solo cada día.
Pasa el responsable y le pregunta si le gusta lo que le había puesto para comer y él responde afirmativamente expresando su gratitud de forma tan educada como efusiva y con especial hincapié en su calidad y exquisitez a lo que aquél, con sumo respeto y cariño le responde, "da lo mismo lo que le ponga, a usted siempre le gustará".
Ese señor es un hombre solo, con rictus de disimulada tristeza, deseando poder hablar con alguien, muy educado y muy solo, tremenda y terriblemente solo. Lo canta su indisimulable mirada.
Me imaginaba por un momento su cruel rutina. Comida siempre a las dos y media en la mesa de siempre del restaurante de siempre, a las cuatro café en el lugar de siempre con el camarero de siempre, paseo hasta las seis por el ruta de siempre, a las siete y media en casa porque en la tele ponen lo de siempre, a las ocho y media la cena de siempre, dos piezas de fruta, yogur y a las nueve en la cama, solo, como siempre, con la soledad, los recuerdos, la ausencia y la frialdad de unas blancas sábanas como única compañía. Como siempre.
No me equivocaba, sabía que no me equivocaba, hasta mi mujer me dio la razón. Al levantarnos pasé junto a él... "Que aproveche Señor y muy buenas tardes", sin dejar de abrazar la mesa levantó la cabeza, fijó en mi cara su triste mirada y agradeció mis deseos de una forma única, sincera, pura y entrañable diciéndonos... "Muchísimas gracias parejuca, feliz tarde". Mi alma se tambaleó.
Sabía que no me equivocaba, lo sabía, me hubiera encantado poder haber compartido mesa y mantel, estar, charlar con él, con ese hombre con aura, un ser entrañable y especial, muy especial, un hombre solo, tremendamente solo. Sabía que no me equivocaba con aquel señor, con el hombre que abrazaba la mesa, el de las dos alianzas.