08 octubre 2015

Dos alianzas.

Hoy no pensaba pensar, el pensar no es bueno, es más, a veces es tóxico y hasta puede llegar a doler pero, ya de madrugada sentí que hoy algo no estaba en su sitio, algo fallaba,... yo.
Hoy era una mañana de compras, lo de ir de tiendas es una pena accesoria a la condena del matrimonio, yo tengo una especial habilidad para esquivar las tentativas pero hoy no hubo manera, me cortaron la retirada dejándome sin escapatoria y eso que tenía un plan infinitamente más relajado, confortable y placentero pero... Mañana de compras.
Después del mercadeo, sobre las dos y media, tras el vermú y tal... entramos a comer en un conocido restaurante de la capital, un sitio al que solemos ir con cierta asiduidad. 
No había nadie, el comedor estaba vacío, nos sentamos al fondo y al poco de ser atendidos vemos entrar a un  señor mayor al que nada más divisar, por algo que no sé que coño pudo ser me llamó poderosa y extrañamente la atención. Andaba con dificultad, se apoyaba en una muleta y se dirigió directamente a la única mesa del comedor que tenía preparado servicio para un solo comensal, detalle éste que me hizo pensar que esa era su mesa diaria, la mesa del hombre solo.
Le costó Dios y ayuda el poder sentarse, sus maniobras y sobre todo su gesto de dolor evidenciaba problemas de cadera y rodillas. No tuvo que pedir el menú, el propietario del restaurante le trajo comida aparte de la anunciada para hoy, nada más sentarse, con voz cansada por el esfuerzo se dirigió a nosotros con un "muy buenas tardes señores, que les aproveche."
Sabía que no había fallado, lo sabía, sabía que ese hombre de unos 80 años era una persona muy especial al que de forma instintiva y sin poder evitarlo desviaba yo permanentemente mi atención. No apoyaba los brazos en la mesa, se agarraba a ella por ambos costados, en el dedo anular de su mano derecha llevaba dos alianzas, la suya y la de la soledad, la mirada perdida al frente y su gesto, aunque placentero por fuera, terriblemente triste por dentro.
Le trajeron el primer plato, cargaba la cuchara con sumo cuidado, sin prisa, comía despacito, con todo el tiempo del mundo y entre cucharada y cucharada abrazaba de nuevo la mesa, manteniendo la mirada perdida en su mente, en limbo de la nada, mirando a ningún sitio, a la inmensidad de su vacío interior, del comer solo cada día.
Pasa el responsable y le pregunta si le gusta lo que le había puesto para comer y él responde afirmativamente expresando su gratitud de forma tan educada como efusiva y con especial hincapié en su calidad y exquisitez a lo que aquél, con sumo respeto y cariño le responde, "da lo mismo lo que le ponga, a usted siempre le gustará".
Ese señor es un hombre solo, con rictus de disimulada tristeza, deseando poder hablar con alguien, muy educado y muy solo, tremenda y terriblemente solo. Lo canta su indisimulable mirada.
Me imaginaba por un momento su cruel rutina. Comida siempre a las dos y media en la mesa de siempre del restaurante de siempre, a las cuatro café en el lugar de siempre con el camarero de siempre, paseo hasta las seis por el ruta de siempre, a las siete y media en casa porque en la tele ponen lo de siempre, a las ocho y media la cena de siempre, dos piezas de fruta, yogur y a las nueve en la cama, solo, como siempre, con la soledad, los recuerdos, la ausencia y la frialdad de unas blancas sábanas como única compañía. Como siempre.
No me equivocaba, sabía que no me equivocaba, hasta mi mujer me dio la razón. Al levantarnos pasé junto a él... "Que aproveche Señor y muy buenas tardes", sin dejar de abrazar la mesa levantó la cabeza, fijó en mi cara su triste mirada y agradeció mis deseos de una forma única, sincera, pura y entrañable diciéndonos... "Muchísimas gracias parejuca, feliz tarde". Mi alma se tambaleó.
Sabía que no me equivocaba, lo sabía, me hubiera encantado poder haber compartido mesa y mantel, estar, charlar con él, con ese hombre con aura, un ser entrañable y especial, muy especial, un hombre solo, tremendamente solo. Sabía que no me equivocaba con aquel señor, con el hombre que abrazaba la mesa, el de las dos alianzas.

3 comentarios:

el primo de tu cuñado dijo...

¡ Precioso relato, Pin !. Resultan entrañables esas figuras de nuestros mayores, cuando después de toda una vida en matrimonio ( o en pareja ), se quedan solos. Ellas se arreglan mejor, pero los hombres, nos convertimos en almas en pena, lo llevamos peor, ¡ qué digo peor, lo llevamos fatal !
¡ Te vas superando ! Ya no solo eres un cronista ácido de nuestra realidad nacional, sino que ahora ya te atreves con otros aspectos de la vida cotidiana. ¡ Enhorabuena !

El primo de tu cuñado el motorista-ciclista

Anónimo dijo...

No solo los viudos/a nos sentimos solos, hay mucha gente acompañada que tambien siente esa soledad, solo que no lo expresan por el que (diran )sonrisa forzada, conversación forzada, la soledad va con nostros, incluso estando acompañados.

Anónimo dijo...

lo jodido es que probablemente esté harto de maleducados y de gente borde.Por eso le habrá extrañado encontrar a alguien que, como vosotros, le demuestre respeto y cordialidad.

Gudari: Si hubiese mas educación , mucho de lo que pasa no sucedería