08 noviembre 2023

Soy machista


Si, lo soy, es lo que hay. Confieso que soy un machista, declarado y confeso, de los pies a la cabeza, lo acabo de leer, lo dicen elles, las feminazis podemitas y tienen razón.

Confieso que me gusta abrir la puerta y dejar pasar primero a una mujer, saludarla y decirte que está muy guapa, invitar y pagar la consumición, ayudarlas a ponerse la chaqueta y cederles el paso en la acera, vamos, sin miramientos, machista de libro.

Me sale sin querer. Cojo la bolsa de la compra a cualquier vecina y la acompaño hasta el ascensor, me levanto para saludar, no utilizo el "nosotros y nosotras" en el lenguaje porque me parece propio de gilipollas, o sea, que sí, que lo mío es lo que llaman machirulo gestual y sexista en el lenguaje. Puro y duro,

Esas cosas cotidianas sólo las hacemos los que en épocas pasadas se llamaban caballeros, hoy nostálgicos de resquicios, de antiguas costumbres propiciadas por una educación fascista y feroz que imponía el adestramiento como forma de manipulación.

Que según las feminazis podemitas todos esos gestos son ademanes de superioridad jerárquica sobre la mujer, abuso de presencia prepotente y despotismo de género. Y yo con estos pelos.

El caso que me preocupa tras la interesante lectura del artículo de mierda en cuestión, es que muchos de esos gestos también los tengo hacia los hombres, así que aparte de machista ya no sé si soy binario o no, bigénero, cisgénero, trigénero o agénero, lo que tengo seguro porque lo dicen las feminazis, que soy un machista.

Y punto.

06 noviembre 2023

Triste final.


Noventa días visitando a diario la residencia de ancianos me han enseñado historias de verdad, unas tristes, otras muy tristes y alguna muy emocionante.

No sé su nombre, tiene cerca de 90 años, posada sobre una silla de ruedas, una manta de cuadros rojos y negros le abrigan las piernas. Sólo le queda un diente y siempre está frente a la entrada principal. Sonríe, siempre sonríe y saluda a las personas que acceden a visitar a sus familiares. Es su entretenimiento diario, ver a quién viene a visitar a otros. Tiene una expresión muy dulce y agradece con una especial placidez la conversación en respuesta a su saludo. Siempre está sola. Nunca la he visto acompañada.

Otra, un señor de unos 80 de edad aproximadamente, mirada perdida y enfocada al suelo, forzando incluso el cuello hacia si, no habla, le tiemblan mucho las manos. Todos los días recibe la visita de una de sus dos hijas y sólo reacciona cuando escucha las canciones en francés que le canta una de ellas. Se las sabe todas. Tiene Alzheimer.

Un señor, éste de más de 80 años, va y viene cada día en el autobús a ver a su esposa, lo mismo da que haga sol, llueva o truene, allí está él. Ella mantiene una difícil postura sobre la silla de ruedas, retorcida sobre sí, con la cabeza totalmente inclinada hacia uno de los lados. Él la lleva de paseo hasta el parque, allí le pone un babero y cucharada a cucharada cada día le da un yogur, apenas puede tragar y gran cantidad se le derrama por la comisura de los labios, él limpia su cara con sumo cuidado mientras le habla con un cariño infinito. Siempre cogida de la mano. Ella de vez en cuando da unos chillidos que al pobre hombre le violentan y mira a las personas que allí nos encontramos sonriendo como pidiendo disculpas. Ella tiene Alzheimer. Es una auténtica, verdadera y emocionante historia de amor.

La residencia la ocupan ciento sesenta personas, reciben visita no más de cincuenta. Noventa días me han bastado para leer sus rostros, unos tristes y otros muy tristes. 

La vida en su final no debería ser así, nadie se merece tanta tristeza, tanta soledad, es cruel, son el triste final de muchas historias.