Los jóvenes de mi edad sentimos cierta orfandad sensorial, sólo nos queda el recuerdo de lo escleroso de aquello, que se guarda con campanillas y diez candados en el viejo paladar de la memoria, exquisiteces de entonces.
Hoy nada es igual porque todo es políticamente sano, limpio y por ende diferente y ésto no lo digo por estar poseído por algún trastorno puntual de ánimo, almorranas ni chorradas de esas, es porque lo de antes, refiriéndome a mi mocedad... hoy no existe, eran sabores artesanos, manuales, eternos y contrariamente por ello, extinguidos. Eran finales de los 70 hasta el 83 que entré como diácono en la Sacra Congregación. No hace tanto.
La bocadillos de tortilla de patata que hacía "La Cerda" en Peña Herbosa (no me pregunten obviedades por favor) era única tanto en sabor como en mugre acumulada en las uñas y tobillos de la mellada dueña, pero merecía la pena, bocata maravilloso en todos los sentidos sobre todo si no te fijabas en ella con el mínimo detenimiento. Vamos, si no la mirabas.
El gigante y relleno champiñón sobre rodajita de pan bañado en su moje del bar "El Toboso" en la calle Cuesta del que se podían hacer filetes, los mejillones en salsa del Bar Moro en Marqués de la Hermida, donde no se veía el suelo por la existencia de tanta servilleta de papel de aquellas que repelían y hacían de todo menos limpiar el morro.
Las rabas de Gelín en "Vargas" que lo mismo me da si eran de calamar, choco, pota abisal o cualquier otro cefalópodo conocido o no, lo que puedo asegurar es que aquellas nada tenían que ver con cualesquiera otras, ni de coña. Eran las mejores rabas del mundo y punto.
Las por entonces innovadoras hamburguesas de Heildelberg en la Calle del Medio donde ponían una mostaza riquísima que nunca más volví a catar o ya más cercano en el tiempo, las del siempre sudoroso y enfadado Manolo en la calle Guevara. Hasta arriba de cebolla a la plancha, tomate y lechuga, sin mariconadas, con kechup y mostaza al gusto en envase de plástico de medio litro rojo o amarillo, como toda la vida, como debe ser. Impresionantes.
Los sangüiches California del pasiego del Bar "El Teleférico" que siempre miraba al escote de tu novia mientras tomaba nota, los cruasans a la plancha del café "San Siro", el único sitio en mi vida en el que he visto un limpiabotas en plantilla, hombre que por cierto siempre vestía de negro y daba un yuyu de cojones porque era clavadito a Christopher Lee, aquel que interpretaba a Drácula. Ahora que me acuerdo, allí disfruté del memorable 12-1 a Malta.
El "Agua de Valencia" en Perines que encastañaba sólo con olerlo, la empanada de pulpo para morirse del "Cantabria" en el Río La Pila, los cubatas en el "Tetos" en la calle Pedrueca, que por cierto aún los recuerdo a 100 pelas, el local de la OJE donde podíamos tomar lo que fuera pero no nos dejaba fumar por no tener los 18, las patatas atómicas de la "Rana Verde" que aún hoy existe pero nada que ver con aquello y los pepitos de chorizo a la plancha del "Eros" en los bajos de El Casino, donde era un espectáculo porque los dos camareros estaban siempre discutiendo y mandándose a tomar por culo mutuamente. Uno atendía a la gente y el otro jurando en la plancha, muy entrañable todo.
Esta contemporánea y melancólica ingesta de lípidos en salsa de morriña es la que a los jóvenes de mi edad nos ha dejado huérfanos y sobre todo nostálgicos de aquellos triglicéricos manjares, aquella mugre aún hoy sin cicatrizar en mi memoria, aquellos indecentes tobillos..., en fin que los de mi generación nos criamos entre pringosas y a veces tan guarras como bellas artes culinarias.
Somos héroes anónimos. O algo parecido.






