20 enero 2022

El sabor de la vida.



En el hierro de la cocina siembre había un viejo pucherino de lata descascarillada, de color parecido al marrón, con una sola asa y tapa redonda con visagra. Dentro, un colador de trapo que algún día debió de ser blanco y tres dedos de posos empapados en su jugo de café.

En el zaguán y la mesa camilla, un matamoscas rectangular, de plástico de colores y con un largo mango de alambre retorcido. Un brasero de picón sin tapa, una pala para revolverlo y un botijo de barro sudoroso.

El tapete era de ganchillo y posaba sobre otro más grande de cuadraditos de lana. Todo hecho a mano.

La puerta de casa era de madera, muy pesada, pintada de marrón y dividida en dos cuerpos por su mitad, con pasador de hierro en el interior de la parte de abajo que se abría simplemente metiendo el brazo por arriba. Abajo, una gatera con cortina de “escay” para el paso libre de los michinos. Nunca conoció llave que la cerrara. Por fuera, un escalón donde sentarse, ver pasar la vida y charlar con quien terciara.

La salida al corral la marcaba una cortina anti-moscas, hecha de boliches de alargados de plástico, de muchos colores y atravesados por el alambre que los unía.

La vida olía diferente, era calor de pan caliente, olor a porras y fragancia a café del pucherino, un viejo pucherino de lata descascarillada de color parecido al marrón…

La vida sabía diferente.

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