En el patio, junto a la pila y la tabla de lavar recuerdo en el suelo un capazo negro de goma, con restos de cemento seco y en su interior puntas oxidadas, una cuerda enrollada en un palo, una llana, alguna paleta, una gran brocha, un cincel que pesaba mucho y una vieja madera para rasear. Toda la herramienta bastante vieja, oxidada y con las empuñaduras muy rugosas, salpicadas de humildad a borbotones. Mi abuelo Domingo era albañil.
Recuerdo que tenía un mechero de los de verdad, de los de mecha anaranjada, algo fascinante para mí, un invento que me llamaba muchísimo la atención y con el que nunca me dejó enredar. Verle liar un cigarrillo era toda una ceremonia que me embelesaba y él lo sabía. El tabaco lo contenía una petaca de cuero muy usada y casi negra que agitaba suavemente para depositar con sumo cuidado las hebras sobre la preparada concavidad de la palma de su mano mientras entre los dedos mantenía el papel de fumar. Maravilloso.
Normalmente lo hacía en la mesa camilla del zaguán, en camisa de tirantes blancas de las de toda la vida, recién afeitado y lavado al regreso a casa después de todo el día trabajando. Los que le conocieron me hablan de lo buena gente que era, de los favores que hizo a pesar de la necesidad y de su habilidad como albañil. Yo le recuerdo como abuelo al que adoraba y admiraba, pasando el cigarrillo recién liado por la punta de la lengua, sentado en una silla de mimbre, en la camilla del zagúan, con camiseta blanca de tirantes y sacando chispas de aquel fascinante artilugio de mecha anaranjada, algo para mi tan hermoso como prohibido.
En eso estaba pensando, en el mechero de mi abuelo.
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