08 febrero 2025

Mi héroe.

Evidentemente nada es como era, ni los sábados siquiera. Por entonces para mí eran cuando menos diferentes. En la mesa camilla de la cocina, mientras a mi espalda silbaba sin fin la humeante olla express con aquel apestoso aroma a garbanzos, yo hacía los deberes del colegio.
Todos, absolutamente todos los sábados preparaba mi madre el puto cocido de garbanzos, creo que de ahí me viene esta poca querencia hacia ellos, debe ser lo que hoy llaman "trauma de la infancia", lo sea  no, a ello me acojo para no poder ni verlos.
Al terminar los deberes y mientras cruelmente oía por la ventana jugar a mis amigos en la calle, mi madre, con la esperanza de criar a un futuro médico, arquitecto a bogado o lumbreras cualquiera, me hacía tragarme el programa de televisión "Cesta y Puntos", un concurso a donde acudían los más empollones cara tristes con gafas de cada colegio, que lo mismo te traducían a Tito Livio que te resolvían un logaritmo neperiano o una integral imposible. Pobre ilusa...
Sobre la una del mediodía venía mi tío Domingo a buscarme para ir a comer y pasar la tarde en casa de mis abuelos. Cogíamos en autobús en Venta Berri y nos bajábamos en el Boulevard, y con él, en uno de aquellos bares de la Parte Vieja de San Sebastián probé mi primera cerveza. No me gustó nada, es más, no soporte ni el primer trago de su amargura y cuando le dije "no sé cómo te puedes beber ésto" me contestó con su indisimulable sonrisa... "Ya me lo dirás cuando seas mayor". Muchas de las veces que nos vemos lo seguimos comentando y se acuerda.
Con mi tío Domingo compartí gran parte de mi infancia y adolescencia hasta los quince años, hasta por falta de espacio llegamos a dormir juntos en la misma cama. Mi tío era lo mejor de los sábados, me tenía en cuenta, me hacía sentirme mayor y además me llevaba a estar con mis abuelos, no se le podía pedir más. Él me compró mi primera equipación futbolera, me contaba cosas, me escuchaba y encima, me rescataba y libraba de los garbanzos.
Mi tío Domingo era mi héroe.

03 febrero 2025

Nada nos pasó.



Cuando yo era pequeño y después de los deberes salía todas las tardes solo a la calle y allí me trincaba el bocadillo para merendar que por lo general era de fuagrás, chorizo de Pamplona o Nocilla. Mi madre me llamaba a voces desde la ventana y en coma tres estaba de nuevo en el parque como con prisa por vivir.
Había que cruzar la calle para ir al parque y por allí pasaban coches, no muchos pero pasaban. Más de un frenazo provoqué y de hecho, uno de ellos me costó ir hasta casa casi sin tocar el suelo mientras mi padre, presa de los nervios me azotaba en el culo agarrándome por el brazo del que levitaba.
En el parque jugábamos a las canicas, sólo José Manuel tenía bici, había un columpio para tres usuarios, un arco del que colgarse boca abajo y un balancín con dos asientos encontrados. Todo de hierro oxidado pero suavizado por el uso. En el centro había un árbol con doble tronco en forma de uve que hoy recuerdo muy alto pero seguro que no lo era y donde nos jugábamos el tipo escalando cada día.
Si se te caía el pan al suelo lo recogías, sacudías la tierra, lo soplabas, le dabas un beso y ya te lo podías comer, no pasaba nada.
Como hermano mayor tenía derecho para sentarme en el asiento delantero del coche con mi padre, no existía el cinturón de seguridad, a veces Polo me montaba en su moto si me agarraba bien y por supuesto sin casco de protección. Me mandaban a por vino y tabaco al bar,  no usaba crema solar en la playa y disparaba perdigones de plomo del cuatro y medio a una diana con una carabina Norica que aún hoy conservo colgada en la pared de mi garaje, no pasaba nada.
La televisión era en blanco y negro y sólo había dos canales, la primera y la segunda. No existía el vídeo ni el mando a distancia, no teníamos teléfono en casa ni en la calle había cabinas. Los vecinos cuidaban de los hijos de todos, la puerta de mi casa no tenía cerradura y yo pasaba a casa de la Señora Carmen como si fuera la mía.
Las vacaciones significaban interminables viajes contando por el camino toros de Osborne en el seiscientos amarillo de mi padre hasta llegar al pueblo y con paradas para comer, merendar y a veces hasta cenar, casi siempre tortilla de patata y filetes de lomo adobado, todo previamente preparado por mi madre y apilado en una fiambrera metálica metálica que cerraba por su parte superior con tres ganchos de presión y que tenía varios platos de colores que hacían de tapadera, nada de tapergüares. Una botella de vino para mi padre y agua del grifo para los demás.
En el colegio, los lunes (no se escandalicen) se cantaba el himno nacional y los viernes por la tarde tocaba rezar el rosario. Don pantaleón nos arreaba en los nudillos con una vara de madera en forma de cuadradillo, el conserje tenía derecho reconocido para tirarnos y estirarnos las orejas y don Domingo fumaba puros Farias en clase y no pasaba nada.
Así pasamos la infancia, siempre con heridas en las rodillas, viviendo con prisa, con Ricardito de portero y en libertad. 
Y nada nos pasó.