16 marzo 2015

Los pirauchos de Valentín.


Yo me he criado en la playa. Desde que mi madre acababa de trabajar hasta la noche, hasta última hora. Había que estar hasta que Valentín diera por finiquitado el día y así, mientras recogía el puesto nos dejara uno de los pirauchos que alquilaba. Aquello era mi prórroga, un tiempo extra de disfrute con Maricarmen y Ricardo entre Ondarreta y el Pico de Loro. 
Lo peor de ir a la playa era el traslado de pertrechos, me río yo de las penitencias en procesión. Aquello si que era dolor. Ondarreta, sin exagerar, quedaba como tres millas más allá de las Azores y llegar hasta allí andando, con la silla de mi madre en una mano que me destrozaba los tobillos a golpes, la sombrilla, el cubo y la pala de mi hermana en la otra, la pelota de Nivea bajo el sobaco y la bolsa de las toallas cruzada a la espalda... pues como que no era lo más cómodo pero para todo ésto, mi madre cargaba en brazos mi hermanita, la nevera con bocatas para un regimiento, otra silla para Elena o Fausti y la de Dios en verso, cuando llegábamos conformábamos un asentamiento de lo más parecido a un campamento calorro que vi nunca.
El tema de la digestión era otra historia, asunto que hoy, más de cuarenta años después sigue siendo mítico y objeto de burla con la vieja. Mi madre nos tenía tres horas ¡tres! para hacer la digestión de un triste bocata de salchichón, si pero no tres horas para los tres, no, tres horas para cada uno, algo así como si nos hubiéramos comido a mi hermana, a la que por cierto, encima teníamos que vigilar durante esas tres larguísimas horas mientras mi madre descansaba esparcida cara al sol. Éramos como bocartes en la arena ansiosos de volver al agua.
Recuerdo que en la esquina de Matía con Sukía había una pastelería con un escaparate para llorar de emoción, bajando de casa había que pasar por allí si o si y creo que la pobre de mi madre debía de pasarlo peor que nosotros ante aquella exhibición de panchinetas, borrachotes, chocolates, bombas de crema y cruasanes rellenos; no había flus y de donde no hay... pues eso, quizás el residuo emocional de aquello lo esté pagando ahora mi nieta a la que atiborro de lo que sea y hasta que le salga por las orejas, aunque no lo quiera. Es la venganza del subconciente sobre el pasado.
Eran días de piraucho a finales de los sesenta, días en los que el tiempo no corría, en los que la vida era muy lenta, tan lenta y parsimoniosa como las agujas del reloj de Ondarreta, tan lenta como la digestión de un bocata de salchichón, como las tres horas de cuidado de mi hermana.
Eran días de pirauchos, de los pirauchos de Valentín.

No hay comentarios: