22 enero 2024

La caja de Julián.



Años 70 en San Sebastián. Cada vez que Julián venía por casa no era para nada bueno. Siempre traía en la mano una caja metálica, vieja, del tamaño aproximado de poco más de un paquete de tabaco, no tenía bisagras y la tapa se aseguraba con una goma elástica ancha de color oscuro.
Yo no lo perdía de vista ni un segundo, era el enemigo y su presencia en mi casa era simplemente terrorífica. En aquella caja paseaba el arma más temida.
Quitaba la goma con parsimonia y abría la caja con redobles en mi mente mientras hablaba con total naturalidad con mi madre, como si yo no existiera.
Era Julián, el practicante, y sacaba la jeringuilla como quien desenfundaba el 9 largo. Aquel arma de cristal sin brillo, casi traslúcido, estaba protegido por una especie de encaje metálico de color del cobre y le acompañaba un juego de agujas a cada cual más gorda y larga.
Yo padecía mucho de anginas así que cada poco pasaba Julián por casa y venía a lo que venía, sin miramientos, no se andaba con rodeos. Por entonces no nos daban jarabes Dalsy, sobrecillos con amoxicilina ni mariconadas de esas, no había compasión, jeringuillazo de Benzetacil que además previamente tenía que comprar mi madre puesto que no teníamos Seguridad social y pis pás, y ojito que no uno. que podían ser una inyección al día durante tres o cuatro. Éramos auténticos niños legionarios.
El modus operandi era siempre el mismo, lo que delataba al autor de aquel atentado. Armaba la jeringuilla con su aguja, que más que aguja parecían lanzas, rompía por su cuello un pequeño recipiente que contenía un líquido transparente que luego succionaba con la jeringuilla, seguidamente quitaba el precinto metálico del botecillo de los polvos, atravesaba con la aguja la goma rosa que lo tapada y vertía el líquido en su interior. A esas alturas yo ya estaba boca abajo, rezando y con más miedo que un perro en China. Aquello si que era morder la almohada.
Ahora es cuando cogía el bote con la mezcla y lo agitaba durante veinte o treinta segundos antes de volver a meter la aguja para aspirar la pócima. Eso siempre lo hacía con el bote boca abajo y a una altura por encima de la cabeza.
El pinchazo en la nalga lo disimulaba con unos cachetitos previos para darte confianza y despistar pero al cuarto o quinto... te la clavaba hasta el tornillo, porque aquellas agujas tenían una especie de tornillo dorado en su parte posterior y no quiero saber para qué. Una vez estocado, enchufaba la jeringuilla invadiendo mis adentros con aquel infernal Benzetacil que entraba quemando mi inocencia hasta la rodilla.
Luego venía la cojera, aquella experiencia era un trauma periódico que te dejaba la nalga todo el día dolorida y la pierna acojonada por simpatía y cercanía durante horas, andando al ritmo de Luis Aguilé y con la mano en el culo.
Aquel era Julián, el hombre de la caja metálica.


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