14 enero 2024

La manta de cuadros.


Le encanta enredar con los flecos de la manta de cuadros que cubre sus piernas, la que dobla y dobla una y otra vez enseñando como se hace a quién lo quiera aprender. Quien le quiera mirar.

No le gusta que le quiten la gorra por sorpresa, incluso se enfada con toda la razón. Tiene mucho miedo a bajar en el ascensor, se agarra con pánico a la barandilla mientras chilla enfadado ordenando que pare. No le gusta que pasen coches por la calle, ni que estén todos aparcados, ni que haya tantos coches. No le gustan los coches y tiene razón.

Cada día está más encorvado y le gusta menos caminar, lo hace siempre indicando dónde se quiere sentar. Tiene un gorro impermeable con visera y orejeras de forro muy suave, de los que usábamos de niños para ir al cole. Una bufanda muy larga que le rodea el cuello tapándole la boca, la nariz y hasta casi los ojos.

Mientras caminamos te coge la mano con fuerza y murmulla sin parar, habla de cualquier cosa, de lo primero que se le ocurre, de lo último que te esperas y siempre con razón.

Tiene en el bolso de la silla un libro con fotos de animales que abre como le da la gana, a lo ancho o al revés, boca arriba o boca abajo. Da lo mismo. Acaricia su borde mientras entra en cualquier conversación que tengamos con frases inconexas y que nada tienen que ver, pero siempre con razón. Vive en un mundo en que sólo él existe, a su manera, en la felicidad inconsciente de quién está sobrado de mimos, besos y caricias.

Todos los días tiene visita y compañía, absolutamente todos los días y sin faltar uno sólo, está sentado sobre su silla de ruedas, tranquilo y silbando, mirando al vacío penetrante del silencio interior hasta que de vez en cuando, una de cada cien, a la pregunta de  "¿Papá, quién soy?" te contesta, "anda coño, pues mi hijo, ¡¡quién vas a ser"!!! Y tiene razón. Entonces, ese segundo de lucidez, ese instante de verdad es el momento valioso por inesperado, el que todos queremos vivir, el que me humedece la vida y enrojece los ojos, el momento esperado, el periquete de vida en el que me mira fijamente antes de seguir silbando, antes de volver a su silencio, a mirar los animales de su libro al revés, a enredar entre los flecos y doblar una y otra vez la manta de cuadros que cubre sus piernas.

Sigue hablando a todo lo que alrededor se hable, y siempre con razón, mi padre siempre tiene razón. Aunque la haya perdido.

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